Los trabajadores intentaron salvar lo que pudieron, pero el avance de las llamas fue implacable. Hoy solo quedan escombros y nostalgia.
Las brasas que durante años cocinaron los mejores asados de Santa Marta hoy solo son cenizas. El Asadero Donde Octavio, ese rincón donde generaciones de samarios disfrutaron del sabor de la penca grande, quedó reducido a nada tras un incendio devastador. La sede central, ubicada en la Avenida del Libertador, sucumbió ante el fuego en cuestión de minutos.
Todo comenzó con un corto circuito, una chispa que se convirtió en llamarada y que encontró un cómplice perfecto en el techo de palma seca. Lo que había tardado años en construirse se desmoronó en instantes. Los trabajadores, agradecidos con su empleador y con el corazón en la mano, intentaron salvar lo que pudieron, pero pronto entendieron que era su propia vida la que estaba en riesgo. Apenas empezaban su jornada cuando la tragedia los obligó a huir, a rescatar lo indispensable y a salvarse ellos mismos. No hubo heridos ni lesionados, pero sí muchos damnificados por la pérdida de su empleo y, con ello, de su sustento diario.

El lunes en la mañana, en lugar de clientes y mesas llenas, solo había cenizas y desolación. El humo aún flotaba en el aire como un fantasma de lo que fue. Los samarios, incrédulos, pasaban frente al sitio y se detenían con la mirada perdida, recordando los momentos compartidos en aquel emblemático lugar. No era solo un restaurante, era un pedazo de la historia gastronómica y social de la ciudad.

Las paredes ennegrecidas ya no resguardan el aroma del asado ni las risas de las familias que se sentaban a la mesa. La tragedia no solo arrasó con un negocio, sino con el esfuerzo de toda una vida. Donde Octavio ya no existe, pero queda en la memoria de quienes alguna vez disfrutaron de su sazón. Y en el corazón de quienes esperan, con la esperanza intacta, que como el ave fénix, pueda renacer de sus cenizas.