Sara Millerey, la mujer trans que murió pidiendo ayuda


Mientras se aferraba a unas ramas para no ser arrastrada por la corriente, agonizaba también en el abandono. Nadie la ayudó. Nadie pudo. El odio ganó por unos segundos, suficientes para arrebatarle la vida a una mujer trans que solo quería volver a casa.

Por unos segundos, o tal vez minutos, Sara Millerey González resistió con fuerza. Con los huesos rotos, el cuerpo lleno de golpes y la piel marcada por la brutalidad de quienes la agredieron, aún intentó sostenerse, aferrarse a unas ramas en la quebrada La García, en el municipio de Bello, Antioquia. Pero no fue suficiente.

La dejaron allí, golpeada, torturada, filmada y desamparada. Nadie —según varios testigos— pudo acercarse a ayudarla. “No la dejaban ser ayudada”, repetían una y otra vez las voces que presenciaron el horror.

El domingo 6 de abril, Colombia despertó con un nuevo capítulo de dolor, uno que desnuda la realidad más oscura que aún se vive contra la población LGBTQ+: el odio irracional. Sara, una mujer trans de 32 años, activista, espiritual, cercana a su comunidad y conocida por su calidez, fue atacada sin tregua. El crimen no solo fue violento. Fue simbólicamente desgarrador.

Según versiones de testigos, su único pecado fue haber saludado con un “Buenas tardes, Dios los bendiga” a un grupo de personas. Un gesto simple, cotidiano, que desató la furia de sus agresores. Luego vino el infierno: golpes, fracturas, tortura. Y finalmente, su cuerpo fue arrojado a la quebrada. Agonizó allí, viva, mientras quienes intentaban auxiliarla eran alejados, intimidados. Mientras quienes la atacaron —señalan las versiones— grababan su sufrimiento para luego difundirlo como trofeo del odio.

Sara fue rescatada aún con vida. El cuerpo de bomberos logró sacarla del agua y trasladarla al Hospital La María, pero sus heridas eran demasiado graves. Murió poco después, con el país aún sin comprender cómo una mujer tranquila pudo ser víctima de tal barbarie.

100 millones de recompensa por responsables

Su muerte ha estremecido a Colombia y ha desatado una ola de indignación. El presidente Gustavo Petro exigió una respuesta inmediata. La Alcaldía de Bello y la Gobernación de Antioquia ofrecieron 100 millones de pesos como recompensa por información sobre los responsables. Pero más allá de las cifras y los pronunciamientos, queda el vacío. El de su ausencia. El de una sociedad que aún no logra proteger a quienes disienten del molde que impone la intolerancia.

Sara era luz. Así la recuerdan quienes la conocieron. “Una mujer creyente, respetuosa, llena de fe y alegría”, dice uno de sus vecinos. “No molestaba a nadie. Ayudaba. Hablaba con cariño. Siempre decía ‘Dios los bendiga’. Era su forma de estar en el mundo”.

Su forma de estar, y también la razón por la que hoy ya no está.

El crimen de Sara no puede pasar como una estadística más. No puede ser uno más de los 15, 20 o 30 asesinatos de personas trans que cada año se reportan —y muchas veces se olvidan— en Colombia. Su muerte duele, grita, exige justicia y memoria.

Sara Millerey no solo fue una víctima. Fue un símbolo de resistencia, fe y dignidad. Y su historia debe quedar grabada no en un video de dolor, sino en la conciencia colectiva de un país que aún tiene mucho por aprender sobre humanidad.


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