Santa Marta, 500 años entre ruinas, olvido y resistencia


La ciudad más antigua de América, saqueada, destruida y gobernada con olvido, cumple medio milenio entre deudas históricas y el deseo ferviente de un renacer digno

El 22 de mayo de 1834, Santa Marta tembló. La ciudad, ya marcada por saqueos piratas, incendios coloniales y abandono virreinal, se desplomó en su silencio de madrugada. Un terremoto devastador arrasó con su centro histórico, fracturó sus iglesias y convirtió en escombros las construcciones que aún narraban la conquista. Esa madrugada, la ciudad más antigua de América se volvió a reinventar desde las ruinas.

Casi 200 años después, Santa Marta sigue de pie. Sigue también luchando contra terremotos que ya no vienen de la tierra, sino de la desidia institucional, la corrupción acumulada y la falta de servicios básicos.

A sus 500 años, esta ciudad icónica del Caribe colombiano enfrenta una paradoja tan dura como su historia: es admirada por el mundo, pero aún no ha sido bien cuidada por su propio Estado.

La ciudad que sobrevivió a todo… menos al olvido

Santa Marta fue la puerta de entrada de la colonización española, la cuna del mestizaje, la última morada de Simón Bolívar y testigo silenciosa de la guerra, la esclavitud, la evangelización forzada y la huida de los pueblos originarios hacia las alturas de la Sierra. Pero también ha sido ciudad resiliente, que ha renacido tras cada incendio, saqueo y abandono.

Aquel terremoto de 1834 fue uno de los más devastadores en la historia de Colombia. El centro quedó en ruinas. El cementerio colapsó, la catedral se fracturó, y los sobrevivientes construyeron chozas de bahareque por miedo a volver a vivir bajo techo. La ciudad tardó décadas en levantarse. Y, de alguna manera, esa metáfora de reconstrucción permanente se ha repetido una y otra vez a lo largo de los siglos.

Medio milenio con las mismas heridas

Hoy, en pleno siglo XXI, Santa Marta celebra sus 500 años con el esplendor de sus paisajes, pero también con las mismas grietas de siempre. La ciudad carece de cobertura total de agua potable, tiene un sistema de alcantarillado colapsado en barrios tradicionales y turísticos, y padece un deficiente servicio de aseo que amenaza sus ecosistemas costeros.

El agua sigue llegando por carrotanques a decenas de barrios, como si el progreso nunca hubiese tocado su puerta. Las playas —tan promocionadas en afiches— son las mismas donde desembocan residuos y se acumula basura sin control. Taganga, Pescaíto, Los Fundadores o María Eugenia no solo son barrios icónicos: son ejemplos del contraste brutal entre lo que se exhibe al turismo y lo que se vive en el día a día.

La Santa Marta que brilla a pesar de todo

Y sin embargo, Santa Marta resiste. Resiste desde su gente, su historia viva, su multiculturalidad, su conexión con lo sagrado a través de la Sierra. Es una ciudad que ha aprendido a celebrar desde la nostalgia, a sobrevivir sin depender y a brillar sin permiso.

Sus playas siguen enamorando. Sus pueblos indígenas se han convertido en voz crítica y protectora del territorio. El turismo internacional crece. Jóvenes emprendedores, artistas, ambientalistas y académicos están redibujando el relato de una ciudad que quiere dejar de ser decorado colonial y empezar a construir su propia modernidad con identidad.

Lo que puede ser… si se decide

Santa Marta tiene todo para ser una capital turística y cultural del Caribe. Pero necesita más que discursos. Requiere inversiones estructurales, respeto a su población y voluntad política real. Requiere memoria, pero también futuro.

Es momento de pensar en una Santa Marta que no solo mire atrás con melancolía, sino adelante con dignidad. Que no solo celebre fechas redondas, sino que exija soluciones concretas. Que no solo sea vitrina de postal, sino ciudad habitable y sostenible para quienes la habitan y cuidan.

Santa Marta no necesita más fuegos artificiales, sino agua limpia. No necesita más promesas, sino alcantarillado digno. No más discursos sin políticas, sino playas limpias, salud ambiental y seguridad urbana.

Santa Marta cumple 500 años siendo símbolo de todo lo que sobrevive. Pero podría ser, por fin, símbolo de lo que florece.

Depende de nosotros. De quienes la narramos, la gobernamos, la vivimos y la soñamos.


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