
“No era malo, solo se equivocó”: el lamento de una madre frente al cuerpo de su hijo abatido por la policía
Sebastián, señalado de intentar robar una motocicleta, fue dado de baja por un uniformado. La escena de su madre llorando sobre el asfalto conmovió a todos.
“¡Me lo mataron, y tanto que le decía! ¡Ese no era el camino, Sebastián” gritaba una madre desesperada, mientras intentaba abrirse paso entre policías y curiosos para acercarse al cuerpo inerte de su hijo.
Aún respiraba cuando ella llegó, pero ya no respondía. En la acera, la sangre marcaba el fin de un destino que se le advirtió muchas veces.
Sebastián Andrade, de 22 años, acababa de participar en un intento de robo de motocicleta en el sur de Neiva. Lo acompañaba otro joven, que logró escapar. Él, no.
Un policía frustró el hurto y respondió al ataque a bala que presuntamente iniciaron los delincuentes. Sebastián fue alcanzado por los disparos y cayó. Su vida se apagó en cuestión de minutos.

Su madre apareció minutos después. Alguien la llamó. Alguien le dijo: “A Sebastián le dispararon”. No preguntó más. Salió corriendo. Cuando llegó, el cuerpo de su hijo yacía sobre el pavimento, rodeado de uniformados, testigos y teléfonos grabando. El dolor la atravesó como un rayo.
—¡Tanto que le hablaba, tanto que le rogaba que saliera de esa vida!— lloraba, con la voz quebrada, sin consuelo. —¡Él no era malo, pero se dejó llevar por malas amistades! ¡Me lo arrebataron!
Algunos la escuchaban en silencio. Otros murmuraban: “Ese muchacho andaba mal”, “era cuestión de tiempo”. Y en medio de esa mezcla de juicio y compasión, ella solo veía a su hijo, su niño, el que hace apenas unos años cargaba en brazos. No al joven señalado por robar motos.
Según la Policía, Sebastián se movilizaba en una motocicleta con reporte de robo y pretendía hurtar otra, cuando fueron sorprendidos. El enfrentamiento armado dejó como saldo su muerte. Su acompañante huyó.
Pero para ella no hay tecnicismos ni partes oficiales que puedan explicar el vacío. Para una madre, el dolor no pide permiso. Y mucho menos distingue entre inocencia o culpa. Su hijo murió. Y murió mal. Murió en la calle, con un arma en la mano y una decisión errada que ya no se puede deshacer.
—¡Yo sabía que esto iba a pasar! ¡Se lo decía todos los días! ¡Se lo suplicaba!— repetía, con las rodillas en el suelo, las manos en la cabeza, el alma hecha trizas. Los policías la rodeaban, intentaban consolarla, algunos bajaban la mirada. Ya era demasiado tarde para consejos. Y también para perdones.
La escena quedó registrada en un video que circula en redes sociales. Las imágenes duelen. No por la sangre, sino por el llanto. Por ese grito que atraviesa la pantalla y estremece. Porque ahí está ella, encarnando el dolor de tantas madres que advierten, que presienten, pero que al final solo pueden llorar sobre el cuerpo de sus hijos, abatidos por un destino que nunca quisieron, pero que no lograron evitar.
En medio de esa escena de dolor la gente se preguntaba ¿Era necesaria la respuesta letal? ¿Hubo oportunidad de reducirlo sin disparos? ¿Qué papel juega el entorno, la pobreza, la falta de oportunidades?
Mientras eso se discute en redes y noticieros, ella solo quiere una cosa: que le devuelvan a su hijo. Aunque sepa que es imposible. Aunque sepa que él eligió un camino torcido. Porque para una madre, ningún error justifica que un hijo muera así. Solo duele. Y ese dolor no se juzga. Solo se siente.
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