Lo protegieron con palos y piedras: familia impidió que niño de 13 años fuera reclutado en Santa Marta


El niño había aceptado ir a un campamento de entrenamiento en la Sierra Nevada. A pesar del intento frustrado, su familia teme que vuelvan a buscarlos.

La camioneta llegó sin anunciarse. Eran tres hombres. No tocaron la puerta, no preguntaron por nadie. Solo miraron hacia la casa y esperaron. Sabían a quién buscaban: a un niño de 13 años que había accedido a irse con ellos, convencido de que esa era la manera de ayudar a su madre a salir de la pobreza.

Pero no contaban con lo que se iban a encontrar. Dentro de la casa, la familia ya sabía que vendrían. Afuera, los vecinos estaban listos con palos, piedras y lo único que les quedaba: el valor de impedir que se llevaran al menor.

El inicio del drama
Todo comenzó unos días antes en Ciudad Equidad, un barrio de alta vulnerabilidad en Santa Marta. Un grupo armado que opera en la Sierra Nevada logró contactar al niño. No lo hicieron con amenazas, sino con promesas: dinero, protección, una “familia”, un futuro.

Le dijeron que lo llevarían a un campamento en la montaña, que estaría tres meses sin ver a su familia, entrenándose para asumir tareas dentro de la organización. A cambio, recibiría entre 1.400.000 y 1.500.000 pesos mensuales. A sus 13 años, esa suma era más que tentadora.

Su hermano mayor, de 17, también fue abordado, pero él se negó y alertó a la familia. El menor, en cambio, ya tenía lista la maleta. Se estaba despidiendo.

Un escape y una traición

“Lo sacamos de la casa en Ciudad Equidad y lo llevamos a María Eugenia para esconderlo”, cuenta la abuela del niño, en un audio divulgado por la defensora de derechos humanos Norma Vera. “Estábamos desesperados. No queríamos que se lo llevaran”.

Pero la esperanza duró poco. El niño, convencido de su decisión, contactó a los reclutadores desde su nuevo escondite. Les dio la dirección. Les pidió que lo vinieran a buscar.
Y lo hicieron.

La defensa de la comunidad

Cuando la camioneta llegó al barrio María Eugenia, la familia ya había alertado a los vecinos. Nadie tenía armas. Solo rabia, miedo y una decisión clara: ese niño no iba a ser reclutado.

“Nos armamos con palos y piedras. Estábamos dispuestos a lo que fuera”, relató la abuela. La tensión duró minutos que parecieron eternos. Los hombres, al ver la resistencia, optaron por retirarse. No sin antes dejar en claro que podían volver.

Desde entonces, la familia vive con temor. El niño insiste en que quiere trabajar. Quiere sacar a su mamá adelante, comprarle una casa. Cree en lo que le dijeron sus reclutadores: que podrá escalar, que tendrá poder, que podrá regresar después de entrenarse.

“Él no entiende el riesgo. Cree que es un trabajo. Cree que es la única salida”, lamenta la abuela.

El caso no es aislado. Norma Vera asegura que ha recibido al menos 13 denuncias similares en los últimos meses, en Santa Marta, Ciénaga, Zona Bananera y Pueblo Viejo. El fenómeno ha aumentado con la guerra entre las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada y el Clan del Golfo, que se disputan las rutas de droga y extorsión.

Más de 200 hombres han muerto en esta confrontación en lo que va del año. Ahora, los grupos necesitan más integrantes. Los están buscando entre los jóvenes. Entre los niños.

El Estado que no llega
Según Vera, los grupos están operando campamentos en zonas rurales del Magdalena. Allí llevan a los menores, los entrenan durante un mes y luego les permiten comunicarse con sus familias. Después, ya no hay marcha atrás.

“Esto es trata de personas, es un crimen de lesa humanidad”, advierte la defensora. Y aunque ha elevado la voz ante organismos como la ONU y la OEA, la respuesta local sigue siendo débil.

“El Plan Integral de Seguridad y Convivencia no puede quedarse en discursos. Necesitamos acciones reales”, reclamó.

La familia del niño sigue cuidándolo. Lo mantienen en casa, le hablan, lo convencen una y otra vez de no dejarse seducir. Pero saben que puede escaparse. Saben que los hombres pueden volver.

Por ahora, viven alerta. La comunidad también. Solo les queda la solidaridad entre vecinos. Y la esperanza de que alguien, desde las instituciones, los escuche.


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