La derrota anunciada del Unión: cuando perder ya no sorprende


La hinchada del Unión Magdalena vuelve a vivir una pesadilla habitual: su equipo cae nuevamente en los últimos minutos, sin mostrar reacción ni fútbol, y cada vez se hunde más en la tabla, alejándose de la permanencia en la primera división.

Qué humillación. No hay otra palabra que defina mejor lo que viven, semana tras semana, los hinchas del Unión Magdalena. Cada partido se ha convertido en una espera resignada de un desenlace conocido. Y aunque en ocasiones la esperanza florece por momentos, casi siempre el guion termina igual: con la cabeza agachada, el marcador en contra y el lamento colectivo de quienes aún creen.

Este sábado no fue la excepción. En un juego que parecía encaminarse hacia un empate sin sabor, apareció en el minuto de adición el cabezazo de Dairon Asprilla, como una puñalada más en el orgullo bananero. El reloj marcaba el final y, otra vez, el Unión se desplomaba en los últimos suspiros del partido, tal como ha venido ocurriendo en esta desastrosa campaña.

El equipo no juega a nada. No hay esquema, no hay ideas, no hay alma. Lo que se ve en la cancha es un grupo desmotivado, sin fe, sin hambre, con rostros que hablan más que mil palabras: no creen en ellos mismos. Ya no es cuestión del técnico de turno —porque han pasado dos y el resultado sigue siendo el mismo—, es la nómina, es la actitud, es la falta de carácter.

Unión Magdalena no está para competir en la primera división. Esa es la verdad que duele aceptar. Por más amor que el hincha le tenga al escudo, por más historia que arrastre el ciclón, el presente dice otra cosa: este es un equipo de la B. Y hacia allá va, a paso firme, sin siquiera oponer resistencia.

Ni un solo triunfo ha logrado regalarle a su afición en lo que va del campeonato. Cada jornada, los números se vuelven más rojos, las matemáticas menos favorables, y la salvación más lejana. La agonía se alarga, pero la herida es la misma: ver a un equipo sin alma, sin rumbo y cada vez más hundido.

En las gradas, ya no se grita con pasión, se sufre con impotencia. En la ciudad, la tristeza por el fútbol se ha vuelto rutina. Y en el corazón del hincha, lo único que queda es una pregunta que retumba sin respuesta: ¿hasta cuándo?


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