De guardianes espirituales a ingenieros y líderes: el cambio en la Sierra


La historia no terminó con la conquista: apenas empieza a contarse desde la voz de quienes la resistieron. Esta es la otra cara de los 500 años de Santa Marta: la de los pueblos indígenas que transforman el presente desde la sabiduría ancestral.

En lo alto de la Sierra Nevada, donde nacen los ríos y se guarda el silencio milenario de los mamos, no hubo fiesta. Mientras en la playa de Los Cocos los fuegos artificiales iluminaban la noche para celebrar los 500 años de la fundación de Santa Marta, en los pueblos arhuaco, kogui, wiwa y kankuamo, el eco era otro: el de la resistencia. El de una memoria que no celebra la conquista, sino que honra la persistencia.

“Nosotros no tenemos 500 años… tenemos miles”, dice el gobernador arhuaco Luis Salcedo Zalabata con voz firme. Su mensaje no es de confrontación, sino de claridad histórica. “Esta no es una fecha para exaltar el colonialismo, sino para reconocer que seguimos vivos, cuidando lo que queda de nuestros ancestros y exigiendo respeto por nuestra forma de vida”.

Desde la llegada de los españoles en 1525, Santa Marta fue testigo de la violencia que arrasó con las aldeas tairona, asesinó a sus líderes y empujó a sus descendientes hacia las zonas más altas e inaccesibles de la Sierra. Durante siglos, esos pueblos fueron silenciados, ignorados, perseguidos. Pero nunca vencidos.

“Resistimos para existir”

La historia indígena no se cuenta con fechas de batallas, sino con ciclos de resistencia. Una de esas luchas clave fue el reconocimiento de la Línea Negra, una delimitación espiritual que une los lugares sagrados de la Sierra, desde Ciudad Perdida hasta las playas del Tayrona. Tras décadas de lucha, en 2018 el Estado colombiano reconoció esa línea como un territorio protegido. Fue una victoria histórica, pero incompleta.

“La amenaza sigue ahí”, insiste Salcedo. “Turismo descontrolado, minería ilegal, grupos armados, empresarios que quieren entrar sin consulta. Pero nosotros seguimos aquí. Siempre estuvimos aquí”.

De la montaña a la universidad

Hoy la resistencia indígena se expresa también desde las aulas. Wilmer Otoniel Izquierdo Arroyo es el primer ingeniero electrónico de la Sierra. Se graduó en la Universidad del Magdalena, y su título no es solo un logro personal, sino el símbolo de una nueva etapa.

“Mi abuelo fue mamo. Yo crecí con la espiritualidad de mi pueblo. Pero también quise aprender los lenguajes del mundo occidental. No para reemplazar lo nuestro, sino para protegerlo con nuevas herramientas”, dice Wilmer con orgullo.

Como él, decenas de jóvenes indígenas están cruzando el puente entre los saberes ancestrales y el conocimiento académico. Lo hacen gracias a alianzas estratégicas con instituciones como la Universidad del Magdalena, que bajo el liderazgo del rector Pablo Vera ha abierto cupos, becas y programas de formación intercultural para comunidades indígenas.

“Ellos no están llegando a aprender solamente. Están viniendo a enseñarnos”, dice Vera. “Nos equivocamos pensando que la academia les iba a dar todo. En realidad, somos nosotros quienes más aprendemos de su visión del mundo”.

Saber y territorio

La educación no ha significado renuncia. Al contrario, ha reforzado la identidad. Muchos de los egresados indígenas regresan a sus comunidades para convertirse en líderes, docentes, defensores del agua, asesores ambientales o gestores de proyectos. Es un proceso de retorno con sentido: la ciencia se pone al servicio de la cultura.

También entidades como Cajamag, la Caja de Compensación del Magdalena, han sumado esfuerzos para formar a jóvenes indígenas en programas técnicos y culturales, fortaleciendo el respeto por sus tradiciones mientras se insertan en escenarios contemporáneos.

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“Estamos aprendiendo a movernos en los dos mundos. Pero siempre guiados por los mamos. Ellos tienen la última palabra”, insiste Wilmer.

No es folclor: es sabiduría

La historia indígena ya no es contada solo por cronistas externos. Hoy tiene voz propia en mesas de concertación, planes de ordenamiento territorial, debates ambientales y políticas de educación intercultural. Los pueblos de la Sierra ya no son vistos como figuras exóticas o reliquias de museo: son autoridades ambientales, actores políticos, y guardianes del equilibrio espiritual del Caribe.

“Ser indígena no es sinónimo de atraso. Es sinónimo de conocimiento. De una manera distinta de ver el mundo que necesitamos más que nunca”, explica Wilmer mientras recuerda cómo aún hay líderes amenazados, territorios invadidos y sitios sagrados profanados.

Un nuevo pacto

Los 500 años de Santa Marta, más que una celebración para los pueblos indígenas, son una oportunidad para reescribir la historia. Una historia donde el desarrollo no contradiga la naturaleza, donde la espiritualidad no se enfrente al conocimiento, y donde la dignidad no se negocie por cifras turísticas.

“Los próximos 500 años los vamos a escribir nosotros”, dijo Wilmer al recibir su diploma. Su voz no es una ruptura, sino un llamado. A reconocer que sin los pueblos de la Sierra no se puede entender Santa Marta. Que sin ellos, el Caribe pierde su alma.

Hoy, la ciudad más antigua de América sigue aprendiendo a escuchar a sus primeros habitantes. Y quizás, por fin, esté lista para caminar con ellos hacia un futuro donde la historia no se repita… sino se repare.


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