
A dos amigos los mataron y nadie fue por ellos: sus familias los recogieron en moto para enterrarlos
Nadie acudió a hacer el levantamiento de los cadáveres. La escena, que se repite con frecuencia en la zona rural de Pivijay, refleja el abandono institucional en estos sectores dominados por grupos armados ilegales.
En la vereda Las Canoas, zona rural de Pivijay, Magdalena, el abandono estatal volvió a mostrarse con crudeza. Esta vez fueron las familias de Jaider Ospino y Jeider Mendoza quienes tuvieron que hacer el trabajo que les corresponde a las autoridades: levantar los cadáveres de sus seres queridos, asesinados por presuntos grupos armados ilegales, y transportarlos en motocicletas hasta su pueblo para poder enterrarlos con dignidad.
Los dos hombres, oriundos del municipio de Plato, eran amigos y comerciantes de alevinos. Habían sido citados en la vereda para una supuesta reunión, convocada por estructuras criminales que los venían extorsionando. Ya estaban advertidos: si no asistían, sus vidas o las de sus familias estarían en riesgo. Decidieron ir. Querían arreglar las cosas.
Asistieron con la esperanza de llegar a un acuerdo. Nunca pensaron que el encuentro sería una trampa mortal.
Cuando se disponían a regresar, fueron emboscados. Sujetos armados los atacaron y los dejaron tirados en la vía. Sin contemplaciones, los ejecutaron. Nadie llegó al lugar. Ninguna patrulla, ningún fiscal, ningún forense.
Familia se enteró por redes sociales
La escena era desgarradora: los cuerpos yacían bajo el sol ardiente del mediodía, mientras campesinos y transeúntes pasaban y difundían las imágenes en redes sociales. Así fue como sus familiares, en Plato, se enteraron del crimen. Desesperados, emprendieron viaje hacia el sitio donde los habían dejado tirados. Lo mínimo que esperaban era encontrar presencia institucional, alguna muestra de respeto por los muertos. Pero no hubo nada.
Esperaron. Llamaron. Suplicaron. Pero nunca llegaron ni la Policía Judicial ni ningún funcionario de la Fiscalía. Tampoco una ambulancia, ni un vehículo oficial. Solo el silencio. Solo el miedo.
Ante la indiferencia oficial, decidieron actuar. Tomaron bolsas plásticas, envolvieron los cuerpos de Jaider y Jeider, y los subieron como pudieron a unas motos. El trayecto de regreso fue un duelo sobre ruedas. Lágrimas, rabia, impotencia. Ninguno se detuvo a pensar en los protocolos legales. Lo único importante era no dejarlos ahí tirados, como si no valieran nada. Querían darles sepultura.
Una escena común en Pivijay
La escena, que se ha vuelto tristemente común en los caminos polvorientos de Pivijay, Magdalena, generó una ola de indignación. En esta parte del departamento las familias no solo tienen que sobrevivir a las extorsiones, a las amenazas y a los asesinatos, sino también asumir el papel del Estado ausente. Ellos recogen a sus muertos. Ellos hacen justicia simbólica. Porque la justicia institucional no llega.
A Jaider y a Jeider les prometieron un acuerdo. Los citaron, los intimidaron y luego los ejecutaron. Y lo más doloroso: después de asesinarlos, nadie fue a buscarlos. Nadie investigó. Nadie siquiera fingió interés. Una muerte doblemente violenta: primero por las balas, luego por el olvido.
Mientras tanto, en esta jurisdicción, los grupos armados siguen imponiendo su ley. Deciden quién vive y quién muere. El Estado no entra. La Policía teme patrullar ciertas zonas y la Fiscalía evita abrir expedientes que incomoden a los actores ilegales. La vida tiene precio. Y quien no lo paga, termina como Jaider y Jeider: asesinado, abandonado y transportado en moto por su propia familia.
Una comunidad entera está cansada de enterrar a sus hijos sin justicia. Pero el miedo los obliga a callar. A resignarse. A seguir cargando cadáveres en medio del polvo y la desidia.
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