Mataron a Diego por celebrar quinceañero en medio de orden de toque de queda del Clan del Golfo 


Por desafiar el silencio impuesto por las armas, perdió la vida. La celebración de un quinceañero terminó en tragedia en Betulia, Sucre, mientras el miedo paralizaba a toda una región bajo amenaza del Clan del Golfo.

El fin de semana que prometía ser de fiesta y descanso se convirtió en una pesadilla para los habitantes de Sucre y Córdoba. Las calles, por lo general bulliciosas en los pueblos costeros, lucían desiertas, como si una sombra espesa hubiese cubierto todo. Y no era para menos: las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), más conocidas como Clan del Golfo, impusieron un toque de queda armado tras la muerte de José Miguel Demoya Hernández, alias “Chirimoya”, uno de sus cabecillas más temidos, abatido por el Ejército Nacional.

En panfletos distribuidos en varias localidades, la organización criminal fue clara: “No queremos ver a nadie en las calles, no queremos ruido. Quien no obedezca, lo paga”. Y lo pagó Diego Badel Ortega.

Diego, un hombre sin enemigos, querido por vecinos y familiares, decidió celebrar los quince años de una pariente en un estadero del municipio de Betulia. A pesar del clima de tensión, creyó que estar rodeado de seres queridos sería suficiente para espantar el miedo. No lo fue.

Mientras compartía entre risas, música y pastel, hombres armados irrumpieron en el lugar. No hubo palabras, solo disparos. En medio del caos, Diego cayó al suelo con varios impactos. La celebración se tornó gritos y lágrimas. A pesar de los esfuerzos por salvarlo, las heridas fueron letales.

El crimen sacudió a la comunidad. No solo por la brutalidad del acto, sino por el mensaje que dejó: nadie está a salvo cuando manda el miedo. Aunque las autoridades aseguraron que la seguridad estaba reforzada y que no había razones para alarmarse, la realidad fue otra. Comerciantes bajaron sus puertas, calles vacías antes del anochecer, y una población entera bajo el yugo de la zozobra.

En Ayapel, Córdoba, el temor fue aún mayor. Allí, “Chirimoya” tenía una red de poder y vínculos familiares. La orden del paro armado fue acatada casi con devoción. Los negocios perdieron el ingreso de uno de los fines de semana más fuertes del mes, pero nadie quería correr el riesgo de ser el siguiente Diego.

Ahora, en Betulia, su nombre se pronuncia con dolor e indignación. No era un criminal, no estaba armado, no representaba amenaza alguna. Su único “delito” fue intentar vivir con normalidad en medio de un país donde el miedo aún dicta la rutina de miles.


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